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Todos los días caen a la Tierra toneladas de partículas espaciales. Estas partículas las va barriendo nuestro planeta conforme avanza en su viaje por el espacio. La mayoría de esas partículas no son apreciables; otras, en cambio, dejan una línea de fuego al chocar con la atmósfera. Son las populares estrellas fugaces. El tamaño de la mayoría de estos meteoros está entre un grano de arena y una piedra pequeña y se desintegran silenciosamente a 25 kilómetros de la superficie terrestre.

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Leonidas. 1913. ESO

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Los meteoros más grandes no desaparecen de forma tan discreta. Producen extraños silbidos e, incluso, truenos. Son los bólidos, que en vez de trazar una línea blanca en el cielo, cambian de color mientras descienden y, algunas veces, explotan. Unos pocos bólidos caen al suelo y entonces pasan a llamarse meteoritos.

Los meteoros tienen su origen en pequeños fragmentos de asteroides que han chocado entre sí, y, mayoritariamente, en restos de cometas. Los cometas, en su órbita alrededor del Sol, dejan una estela de polvo y material rocoso. Al cruzarse la Tierra con una estela cometaria es cuando se producen las lluvias de meteoros. A las lluvias de meteoros se las denomina por la constelación de donde parecen surgir (punto radiante).

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NASA. 1966. Leonidas


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Las más famosas de las lluvias de meteoros son las Perseidas o lágrimas de San Lorenzo (caen con mayor intensidad en torno al 10 de agosto, día del santo asado en una parrilla), y proceden del cometa Swift Tuttle. Como media en las Perseidas se observan unas 60 estrellas fugaces por hora. Pero, en ocasiones, la Tierra alcanza de pleno la estela de un cometa y se ven 350 estrellas fugaces por minuto, como sucedió en las Dracónidas de 1933. El espectáculo que ofrecieron las Leónidas el 17 de noviembre de 1966 fue grandioso: se observaron 2.000 estrellas fugaces por minuto.

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