LEO
IDILIOS
Teócrito
Introducción:
Uno de los trabajos de Heracles fue limpiar los establos del rey Augías. Fileo, el hijo Augías, pregunta a Heracles cómo venció al León de Nemea.
IDILIOS. Teócrito, Idilio XXV, III:
Fileo y Heracles, después de cruzar los fértiles campos, se encaminaron a la ciudad. Habían recorrido el sendero que iba desde los corrales y los viñedos hasta el bosque y, en cuanto pisaron la carretera, Fileo, el amado hijo de Augías, giró la cabeza y preguntó al hijo del supremo Zeus que iba detrás:
— Extranjero, vengo pensando en una historia que creo, si no me equivoco, trata de ti. Nos la contó un hombre que procedía de las costas de Hélice. Decía que había presenciado como un argivo había matado un feroz león. El león había causado muchas desgracias a los campesinos y su guarida se hallaba junto al bosque sagrado de Zeus en Nemea.
No sé si el argivo era de Argos, de Tirinto o de Micenas. Creo recordar que procedía del linaje de Perseo. De todas maneras, me parece que la piel que cubre tu cuerpo indica que has realizado si no esa, otra gran hazaña.
Dime, ¿he adivinado? ¿Eres tú el héroe del que nos habló aquel hombre? Si es así, por favor, cuéntame cómo mataste a aquella fiera asesina. También desearía saber cómo llegó el león a los campos de Nemea, porque por allí, que yo sepa, sólo hay osos, jabalíes y el dañino lobo, pero no animales de esa clase. Ten en cuenta que algunos de los que escuchaban la historia, aseguraban que el hombre mentía porque allí no había tales animales.

Hércules se puso a la par que Fileo y le refirió el siguiente relato:
— Hijo de Augías, has acertado plenamente. Y ya que lo pides, te contaré yo mismo mejor que nadie lo que sucedió con ese monstruoso león. Eso sí, he de confesarte que no conozco muy bien su origen. Se supone que lo envió un dios enfadado porque no se le hicieron los sacrificios debidamente. Lo cierto es que el león, como si fuera un río de aguas torrenciales, asaltaba furiosamente a los sufridos habitantes del valle.
El rey Euristeo, como primer trabajo, me mandó que matara al terrible animal. Me puse en marcha llevando en una mano mi flexible arco y mi aljaba llena de flechas. En la otra mano portaba una resistente maza. La maza la obtuve en el sagrado monte Helicón arrancando de cuajo un acebuche con todas sus raíces y sus ramas.
Llegué a un lugar que el león frecuentaba. Lo recorrí escondiéndome de modo que el león no me divisara a mi primero. Mi propósito era dispararle mis flechas. Yo miraba a todos los lados, pero no lo veía. Vino el mediodía y todavía ni había oído su rugido ni encontrado su rastro. Tampoco se veía a ningún hombre arando la tierra a quien pudiera preguntar, a pesar de que era época de siembra. Seguramente el miedo los había empujado a encerrarse en los corrales para proteger su ganado.
No dejé de recorrer y rastrear el frondoso monte, hasta que encontré al león. Por fin pondría mis fuerzas a prueba. Atardecía. El león se dirigía a su cueva. Traía cubiertos de sangre su pecho, su hirsuta melena y su terrorífico hocico. Seguramente acababa de devorar alguna presa porque se lamía las fauces con la lengua.
Me escondí cerca de un sendero del bosque, tras la espesa maleza. Cuando estuvo a la distancia adecuada, le tiré una flecha que lo alcanzó en el costado izquierdo. Pero, sorprendentemente y a pesar de que la punta de la flecha estaba bien afilada, ni siquiera se clavó en su carne, sino que rebotó y cayó en la hierba.
El león, extrañado, levantó velozmente su cabeza. Examinó el lugar con sus ojos penetrantes. Sus grandes fauces abiertas mostraban sus voraces colmillos.
Le lancé otra flecha, con más fuerza si cabe. Yo estaba molesto porque la anterior hubiera salido inútilmente de mis manos. Le acerté en medio del pecho, justamente donde estaban los pulmones. No obstante, la flecha, mortal de necesidad, no traspasó su piel, sino que también rebotó y cayó delante de sus patas. Por tercera vez tensé el arco. Estaba muy enfadado por el fracaso.Entonces la terrorífica fiera, mirando a un lado y a otro, me descubrió. El león se preparó para atacar. Enfurecido erizó su enrojecida melena, su cuello se tensó, curvó el espinazo como si fuera un arco, plegó su cola y su cuerpo entero se encogió sobre sus patas traseras presto a atacar.

Al igual que un artesano experto que construye las ruedas de un carro dobla un listón de madera de higuera silvestre después de haberlo calentado al fuego, pero, justamente, cuando el largo listón está más combado, se le suelta y sale disparado lejos, de la misma manera el aterrador león desde su posición se abalanzó con intención de devorarme.
Tiré las flechas y el arco. Me quité la capa de los hombros con una mano y con la otra alcé mi maza que descargué sobre su cabeza. ¡El tronco rugoso de acebuche se partió sobre el melenudo cráneo de aquel animal imbatible!
El golpe había detenido al león antes de caer sobre mí. Desconcertado, el león se había quedado parado en la tierra sobre sus inestables patas. Supe que sus sesos habían recibido una gran conmoción puesto que meneaba la cabeza y sus ojos estaban nublados.
Comprendí que el intenso dolor lo había aturdido. Antes de que se recuperara, me quite la aljaba y le di rápidamente unos fuertes puñetazos en la nuca. Luego me puse a estrangularlo con mis poderosas manos. Para que no me desgarrara con sus zarpas, con mis talones sujetaba sus patas traseras contra el suelo y con mis muslos apretaba su costado. Hasta que, finalmente, en un último esfuerzo, lo maté. Lo dejé en el suelo y su alma se fue al reino de Hades.
Quise quitarle la piel, pero no lo conseguía. Por mucho que lo intentara ni con hierro logré hacerle ningún corte. No sabía qué hacer. Posiblemente fuera un dios quien me sugirió que procediera a arrancar la piel con las mismas garras del león. De este modo desollé al animal con facilidad. La piel del león la llevo desde entonces sobre mi cuerpo para que en las batallas me proteja de cualquier arma cortante.
Este fue el fin, amigo mío, del león que tantos daños había ocasionado a los animales y a las personas en Nemea.
